Tesla: Visiones, fobias y obsesiones
(Eszter Blahak/Semmeleis Museum). Calavera humana del siglo XIX con inscripciones realizadas por un practicante de frenología. RefNewYorker.09-1900-124
"El cerebro... ese gran misterio: conocemos su arquitectura, qué regiones se encargan de soñar, aprender o incluso mostrar comportamientos altruistas, pero aún desconocemos qué provoca que no funcione bien. Y esto le hace sentirse a uno extrañamente frágil", concluye Tesla en este videoblog en el que despliega su amplio abanico de trastornos y se muestra más vulnerable ante su audiencia. Tesla habla de fragilidad, y no es para menos: el cerebro es una máquina complejísima que, como decía Hipócrates, nos permite "adquirir sabiduría y conocimiento, ver y oír [...] Pero debido a este mismo órgano nos volvemos locos o delirantes, y los miedos y terrores nos asaltan, algunos de día, otros de noche [...]". La biografía de Tesla da buen ejemplo de ello: capaz, durante su juventud, de idear cómo extraer y distribuir energía de las cataratas del Niágara o de hacer posible la comunicación sin hilos, termina sus días declarando su amor a una paloma blanca que, según él, emitía rayos de luz por los ojos.
Cómo funciona el cerebro
Para ver cómo el cerebro puede provocarnos esas malas pasadas resulta necesario conocer cómo opera. Y para ello debemos comenzar por las neuronas, sus unidades básicas de funcionamiento. Las neuronas son células especializadas que pueden producir distintas acciones dependiendo de sus conexiones y que, con su ridículo tamaño (milésimas de milímetro) y entrelazadas en lo que se conoce como redes neuronales, regulan casi todo lo que ocurre en nuestro organismo. En una neurona se distinguen varias regiones: el cuerpo de la célula (que alberga el núcleo), una serie de filamentos llamados dendritas que emergen de él a modo de ramas y que reciben información de otras neuronas, una ramificación mayor denominada axón que transmite la información y que puede alcanzar un metro de longitud, y una serie de ramificaciones que surgen del axón y que terminan cerca de las dendritas de otras neuronas, que reciben la información. La conexión entre neuronas se denomina sinapsis y las neuronas forman, de media, unas mil sinapsis con otras neuronas (se estima que puede haber más sinapsis en el cerebro que estrellas en la Vía Láctea, entre 200 y 400 miles de millones); pero lo curioso reside en que, además de que las conexiones sinápticas pueden cambiar -esa es la base del aprendizaje-, no se trata de una conexión física, sino que existe un espacio entre las células llamado espacio sináptico. ¿Cómo se comunican, entonces?
La comunicación de las neuronas se realiza mediante señales eléctricas y químicas. (US National Institutes of Health, National Institute on Aging). RefNewYorker.09-2012-124
Pues las neuronas emplean dos tipos de mensajes: eléctricos y químicos. La información que emite una neurona se transmite en forma de impulsos eléctricos a través del axón y, en sus terminaciones (y dado que la señal eléctrica no puede cruzar el espacio sináptico), la señal eléctrica provoca que las vesículas, una especie de bolsitas que contienen moléculas neurotransmisoras, se muevan hacia la membrana terminal del axón y se fundan con ella, liberando los neurotransmisores al espacio sináptico. Estos neurotransmisores se enlazan con los receptores situados en las dendritas de la neurona colindante, lo que genera un nuevo impulso eléctrico. Una vez realizada la misión, los neurotransmisores se liberan de los receptores, vuelven al espacio sináptico y unas proteínas se encargan de recapturarlas y devolverlas a la neurona originaria, donde pueden ser "empaquetadas" de nuevo en las vesículas para futuros usos.
¿Y qué tiene todo esto que ver, por ejemplo, con la obsesión de Tesla con el número tres o con la locura, como decía Hipócrates? La clave puede residir en un elemento que quizá resulte poco familiar por su nombre genérico, los neurotransmisores, pero que es responsable de la comunicación neuronal y agrupa una serie de sustancias que seguro que conoce cualquiera que haya visto un capítulo de House, como la norepinefrina, la serotonina o la dopamina. De hecho, se cree que en buena parte de los trastornos mentales existe un problema de comunicación entre las neuronas (por ejemplo, el nivel de serotonina es bajo en pacientes con depresión).
Causas y diagnósticos
No obstante, aún parece quedar un largo camino para hallar el origen de las enfermedades mentales. Ahora se alude a factores de riesgo generales, como el entorno o los genes, pero, como señalaban en un reciente artículo de Scientific American, esperar que haya explicaciones sencillas relacionadas con un gen o un neurotransmisor para la esquizofrenia o el trastorno obsesivo compulsivo se ha revelado ilusorio. De hecho, a día de hoy no hay manera de diagnosticar una enfermedad mental con pruebas biológicas. A diferencia de otras enfermedades, que pueden confirmarse mediante el análisis de muestras de sangre, en psiquiatría se realiza un diagnóstico basado en la descripción de los síntomas del propio paciente, con la ayuda del Manual Diagnóstico y Estadístico de Desórdenes Mentales IV (DMS-IV, empleado masivamente en EEUU) o del CIE-10 (recomendado por la OMS), que incluyen las afecciones conocidas y sus síntomas.
All work and no play makes Jack a dull boy. RefNewYorker.09-1980-768
De hecho, ese mismo artículo alude a una época, hace treinta años (cuando se publicó la tercera edición del DSM), en la que el incipiente desarrollo de la neurobiología produjo una oleada de optimismo con respecto al futuro del diagnóstico psiquiátrico: se creyó que el DSM quedaría enseguida obsoleto y que las "recetas" de síntomas de cada enfermedad se sustituirían por pruebas que confirmaran una patología u otra. Y, aunque los avances en la comprensión del cerebro han sido sorprendentes, aún no han dado sus frutos en el análisis clínico -algo, en cierto sentido, normal, dada la complejidad del cerebro-; por ejemplo, las pruebas biológicas asociadas a pacientes con esquizofrenia pueden mostrar más variabilidad dentro de su categoría que entre categorías. La buena noticia es que el diagnóstico descriptivo, bien aplicado, suele resultar eficaz para el tratamiento de las enfermedades-.
Trastorno Obsesivo Compulsivo
Nikola, por lo que sabemos, nunca fue diagnosticado, pero su obsesión con la higiene y el número tres encaja con el trastorno obsesivo compulsivo, una afección que padece entre el 1 y 3% de la población. Por fortuna, el número de Tesla era el tres y no el 42, como en el caso de Elizabeth McIngvale, que llegó a dedicar más de la mitad de las horas de vigilia a repetir todas sus acciones 42 veces.
De hecho, el trastorno obsesivo compulsivo, que busca suprimir o acallar pensamientos u obsesiones persistentes mediante la ejecución de ciertos rituales, se halla entre las diez enfermedades que producen mayores niveles de incapacidad. Y, aunque con tratamiento se logra reducir el sometimiento a estos ritos, todavía parece que no hay una cura a la enfermedad, y en parte se debe al desconocimiento. Este desconocimiento queda patente en el hecho de que, con vistas a la próxima publicación (en 2013) del volumen cinco del Manual Diagnóstico y Estadístico de Desórdenes Mentales, se haya abierto un debate sobre el cambio de categoría del trastorno obsesivo compulsivo.
Hasta ahora se clasificaba como un desorden de ansiedad, pero algunos expertos creen que debería estar más bien asociado a enfermedades como el síndrome de Tourette o a la hipocondría (además, estos trastornos aparecen en ocasiones de forma conjunta, ya que la mitad de quienes padecen Tourette muestran además trastorno obsesivo compulsivo y el 15% de estos presenta también hipocondría). Lo que sí parece claro es que se produce un fallo en la comunicación de las neuronas (los neurotransmisores que comentábamos antes): entre los medicamentos más efectivos para el trastorno obsesivo compulsivo se encuentran los inhibidores de la recaptura de la serotonina - el neurotransmisor encargado de regular el estado de ánimo, el apetito y el sueño-, que evitan que se retire demasiada serotonina del espacio entre las neuronas, lo que produce una supresión de la señal.
Humor obsesivo RefNewYorker.09-2001-2724
De igual modo, se han hallado evidencias de que otro neurotransmisor, el glutamato, también juega un papel en el desarrollo del trastorno obsesivo compulsivo. El glutamato, además de guardar relación con la capacidad de aprendizaje y la memoria, contribuye al funcionamiento de un circuito cerebral (que incluye el córtex orbitofrontal, los ganglios basales y el tálamo) relacionado con la toma de decisiones que conducen a resultados beneficiosos, de modo que un problema en la recepción del glutamato podría conducir a una toma de decisiones errática -un estudio encontró, además, diferencias en el tamaño de esta región del cerebro en casos graves de trastorno obsesivo compulsivo. También se ha hallado que los pacientes con trastorno obsesivo compulsivo son más reacios a abandonar hábitos adquiridos, lo que explicaría su adherencia a los rituales específicos.
Ahora, ¿qué es lo que origina esas carencia relacionadas con la serotonina, el glutamato o la dopamina, otro neurotransmisor relacionado con este trastorno? Aquí es donde las cosas se complican, porque no parece haber una única respuesta. Por un lado, existen evidencias de que se trata de un problema congénito: se han publicado estudios que apuntan a la acción de genes determinados, bien relacionados con los neurotransmisores o no, como el caso del gen Hoxb8, cuya carencia produce en ratones una tendencia enfermiza por la higiene.
También se ha hallado cierta tendencia a desarrollar trastorno obsesivo compulsivo si existen antecedentes familiares -de hasta cuatro veces mayor que en personas sanas-, aunque las conclusiones de un estudio de este tipo muestran que aún no hay repuestas irrefutables: "El trastorno obsesivo compulsivo es una enfermedad heterogénea. En algunos casos es familiar y relacionada con los trastornos de tics, en otros es familiar y no relacionado con los tics, y en otros parece que no hay antecedentes familiares ni tics".
Regiones del cerebro afectadas por el trastorno obsesivo compulsivo (CNSforum). RefNewYorker.09-2012-456
Entre los factores no genéticos se barajan un tipo de epilepsia, enfermedades autoinmunes como el lupus o el Crohn y, finalmente, procesos infecciosos (https://focus.psychiatryonline.org/article.aspx?articleid=53202). Esta última posibilidad es la que ha ganado más peso y, aunque pueda resultar descabellado que alguien muestre mayor tendencia a sufrir enfermedades mentales debido a una infección de garganta (o a una gripe que su madre tuvo durante el embarazo), parece que hay evidencias cada vez más robustas de que las infecciones pueden hallarse en el origen de algunos casos de esquizofrenia, autismo, trastorno bipolar o trastorno obsesivo compulsivo (además, desde hace mucho se sabe que la sífilis, si no se trata, genera problemas psiquiátricos).
Por ejemplo, si una mujer embarazada sufre una infección por toxoplasma gondii, un parásito que se transmite a través del agua contaminada y la carne sin cocinar (y que es capaz de atravesar la barrera que supone la placenta), puede provocar daños graves en el feto. Igualmente, se ha comprobado que los ratones y las ratas pueden perder el miedo a los felinos debido a una infección por este parásito durante la gestación -lo que resulta muy conveniente para los propios parásitos, porque estos ratones valientes son presa fácil y la toxoplasma gondii tiene su lugar de reproducción ideal dentro de los gatos.
En el caso de la relación entre infecciones y enfermedades mentales en niños y adultos parece que el culpable puede no ser el virus o la bacteria, sino nuestro propio sistema inmune (eso explicaría por qué enfermedades que producen efectos tan distintos, como la rubeola, la gripe o el herpes, parecen hallarse implicadas en el desarrollo de patologías mentales). El caso de los estreptococos, las bacterias que nos producen infección de garganta, es uno de los más curiosos: en 1998 se observó que un pequeño porcentaje de niños con trastorno obsesivo compulsivo lo había desarrollado después de una infección por un tipo de estreptococos y que, al contrario que en otros casos, donde la enfermedad surge de forma gradual, en estos el pico llegó de forma abrupta (https://pediatrics.aappublications.org/content/113/4/907.full). Por lo visto, los estreptococos producen unas proteínas en su superficie que se asemejan a otras desarrolladas por el cuerpo humano, así que al principio el cuerpo no detecta la infección; pero, cuando el sistema inmune comienza a actuar, podría hacerlo también contra sus propias proteínas. No obstante, muchos expertos discuten esta relación tan directa entre la infección por estreptococos y el trastorno obsesivo compulsivo en lo que se conoce como PANDAS (de pediatric autoimmune neuropsychiatric disorders associated with streptococcal infections) -aunque, si se confirma, podríamos tener una respuesta al origen del trastorno en Tesla porque, según sus propios testimonios, pasó gran parte de su infancia enfermo.
Fobias
Aunque las fobias que Tesla confiesa padecer suenen extravagantes, no lo son tanto si consideramos que, por definición, una fobia es un miedo irracional (de hecho, la mayoría de las personas que sufren fobias reconoce que su miedo supera la amenaza real de lo que le asusta). Y, aunque las más comunes son el miedo a las alturas, las arañas o las serpientes, existe una interminable lista de fobias específicas que incluye los ombligos, las palabras largas, estar sentado o incluso las propias fobias.
Todo puede ser motivo de fobia RefNewYorker.09-2011-094
Se cree que, además de temer algo debido a una experiencia traumática (como tener miedo a conducir debido a un accidente de coche), podemos "aprender" las fobias y que, si un padre tiene un miedo atroz a las alturas, sería normal que su hijo acabara desarrollando esa aprensión.
Otro factor menos obvio en el desarrollo de las fobias es cultural o social: por ejemplo, hay un fobia de tipo social, denominada taijin kiofusho, que solo se produce en Japón. El paciente, en lugar de sufrir miedo al acoso, el odio o la humillación por parte de otras personas, confiesa padecer miedo a ofender o perjudicar a los demás.
Como bien dice Tesla, podemos también estar diseñados para temer ciertos peligros que supusieron un grave riesgo para la supervivencia de la especie humana en el pasado. De hecho, existe un experimento que muestra esta predisposición: el psicólogo Martin Seligman asoció una pequeña descarga eléctrica a ciertas fotografías y halló que, mientras que solo eran necesarias entre dos y cuatro descargas para generar fobia a las arañas o las serpientes, resultaba mucho más difícil generar un miedo irracional, por ejemplo, hacia las flores (https://science.howstuffworks.com/environmental/life/human-biology/fear5.htm).
Finalmente, y en esa misma línea, existen evidencias de que la tendencia al miedo puede ser genética. Seleccionando, entre una población de ratones, a los más temerosos y cruzándolos entre ellos, es posible desarrollar una línea genética de ratones con una clara tendencia al miedo y la ansiedad que no es producto del aprendizaje (https://www.scientificamerican.com/article.cfm?id=is-our-tendency-to-experi): de hecho, un ratón de esta línea genética criado en un entorno de ratones valientes seguirá atemorizado como adulto. Los genes que se asocian a este comportamiento se relacionan, nuevamente, con la producción o recepción de neurotransmisores, como la serotonina o el ácido gamma aminobutírico (GABA). No obstante, aunque la tendencia al miedo pueda descansar sobre una base hereditaria, se cree que el desarrollo de fobias específicas se halla casi exclusivamente asociada a experiencias individuales.